¿Para qué viajo?
¿Para qué viajo?
Viajar siempre ha sido una de mis formas favoritas de experimentar el mundo, pero últimamente me pregunto: ¿para qué lo hago realmente? ¿Es una vía de escape?
A veces me da la impresión de que viajo para escapar de mí misma. O de mi vida. O de mis ansiedades. O de mi rutina. O de la incertidumbre. O del cansancio y la monotonía. ¿Un respiro cuando la vida pesa demasiado? Tal vez sí. Tal vez a veces viajo porque necesito un cambio de aire. Y eso no está mal. Pero también he aprendido que mis vacíos, mis ansiedades, mis preguntas, siempre viajan conmigo. No hay distancia suficiente para dejar atrás lo que vive dentro de mí.
Entonces, si todo lo que soy viene conmigo, que el viaje no sea una huida, sino una búsqueda.
Porque viajar es como abrir una ventana en un cuarto en el que he estado encerrada demasiado tiempo. Y en ese aire fresco, en esos nuevos paisajes, en esos olores desconocidos, empiezo a notar que hay partes de mí que antes no veía. Viajar es un espejo con muchas versiones de mí reflejadas en él.
Hoy en día viajo para descubrir otras versiones de mí misma. O más que versiones, otras posibilidades. Porque cada lugar que conozco no solo me muestra un nuevo paisaje, sino una nueva forma de ser y de estar. A veces, al ver cómo viven otros, descubro formas de vivir que me hacen más sentido. Maneras de amar, de trabajar, de descansar, de relacionarme con el mundo que resuenan más con mi esencia.
Viajar es movimiento. El movimiento muchas veces invita a soltar. Soltar versiones de mí que ya no me sirven, que me pesan pero a las que sigo aferrada. Soltar la idea de que solo hay un camino posible. Porque cuando cambio de coordenadas, mi percepción del mundo se expande, pero también la de mí misma. Simbólicamente, viajar es dejar un lugar para llegar a otro, y aunque suena muy cliché, lo mismo pasa con uno mismo: la versión de uno que se sube al primer avión nunca es la misma que se sube al último avión de vuelta a casa.
Viajar me ha enseñado que la identidad no es estática, que mi manera de ser se transforma con cada nuevo lugar que habito, aunque sea por un instante. He tenido la suerte de que mi familia veía viajar como una educación más valiosa que ir al colegio y a la universidad, y desde muy chiquita es un ritual familiar viajar con mucha intención. Mi viaje en camping car por California me ayudó a transitar mi primera tusa, a darle perspectiva y tener espacio para poder sentirlo todo. Vivir en Montreal me enseñó a estar sola, pero sola de verdad, de esa soledad que te ayuda a valorar las amistades y relaciones que ya se han construido y tienen profundo valor. La vida en Barcelona me dio la oportunidad de verme fuera de mi rol, de mi sistema familiar, de lo que yo creía que era mi identidad y que resultó ser solo una parte de ella. Y mi último viaje a Italia me mostró que el tiempo puede ir más lento, que en el ritmo pausado hay más presencia, más disfrute, más espacio para darle energía a lo que realmente importa.
Y luego está Colombia, con su infinita diversidad, el Amazonas y el mar de selva que se ve desde el avión y te hace creer en la fuerza de algo superior, la Sierra Nevada y su poder sanador, la magia de embarcarse en un viaje tan remoto como el punto más norte de Sudamérica, en La Guajira, que te enseña las mil maneras de poder ser colombiana.
Así que, ¿para qué viajo? Para ver más allá de lo que ya conozco. Para encontrarme en lo desconocido. Para recordar que el mundo es más grande de lo que mis miedos me hacen creer. Y que yo también lo soy.